sábado, 24 de octubre de 2015

Las horas en blanco

"Morimos con un rico bagaje de amantes y tribus, sabores que hemos gustado, cuerpos en los que nos hemos zambullido y que hemos recorrido a nado, como si fueran ríos de sabiduría, personajes a los que hemos trepado como si fuesen árboles, miedos en los que nos hemos ocultado, como en cuevas. Deseo que todo eso esté inscrito en mi cuerpo, cuando muera. Creo en semejante cartografía: las inscripciones de la naturaleza y no las simples etiquetas que nos ponemos en un mapa, como los nombres de los hombres y las mujeres ricos en ciertos edificios. Somos historias comunales, libros comunales. No pertenecemos a nadie ni somos monógamos en nuestros gusto y experiencia. Lo único que yo deseaba era caminar por una tierra sin mapas"

 

El paciente inglés



El problema llega con las horas en blanco. El amor es una incensante parturienta de horas en blanco. Y no se cansa de dar a luz, horas en que la falta de noticias provoca en el amante una sensación de abandono.

El amor enraíza como una enredadera en algunos seres. Los lía con sus miles de brotes hasta asfixiarlos, en un hermoso reventón primaveral. A quien codicia conservar ese latigazo en cada músculo de su cuerpo, se le castiga con perderlo cada estación, de una manera cíclica para que no ose más guardarlo. Uno debe desear perderlo desde el primer momento que lo halla, aceptar la devastación que hará en piel y sentidos.

Al contrario de lo que pensamos el amor es del cuerpo, pertenece a las vísceras, a las arterias, al sudor y los flujos humanos. Es un estado de enaltecimiento que nos ciega por completo de esto. Al amor se llega por el deseo de realidad. No por el vaporoso estado de incorporeidad. "Al amor se llega por el amor."

Yo lo encontré en la muerte también. Es la forma más fuerte de amor. En él hallamos la música, el estado más eterno de la música.
La alianza del amor con la muerte es su parte más verdadera. Perdí a mi padre un día tembloroso de verano, en su recta final. La última vez que lo vi me aferré a su imagen huidiza cerrando el portón de la verja del jardín. Se negó en rotundo a que lo acompañara en el viaje a la playa. Parecía que presentía el final, el principio... No quería que yo estuviera a su lado de esa forma, sabía que yo era demasiado impresionable y me privó de ese golpetazo. Pero lo vi irse, nunca olvido su mirada tímida rebasando el imposible, acercándome el amor.

Fue una llamada. Una llamada en la que pude oírle morir, sin decírmelo. Sabía que eran sus últimas palabras, pero era una despedida cotidiana. Me habló de la amistad, y el poder que ejercería en mi vida. A los pocos minutos falleció. Me tumbé en la cama, con el cerebro paralizado. Es curioso como acepté la muerte de mi padre desde antes incluso de saber que era cierta. La asumí como un coste por haber conocido al ser más sensible y extraordinario que conocería jamás. Mi padre ejerció el trabajo más importante que puede ejercer un ser humano: la de ser padre y amante. Mi padre amaba su oficio tanto que lo convirtió en su amante. Lo incluyó en el amor que sintió por mi madre y no lo disoció jamás. Era un espíritu lleno de nostalgia, en sus ojos se leía poesía, melancolía, bondad pero no de esa lacia, bondad potente. Era un hombre entregado a sus sueños. Un intelectual, que se resignó al anonimato por su humildad excesiva. Conmigo mantuvo una relación tan estrecha que su eco perdura en mis entrañas. Mi padre murió de forma natural. Su corazón se paró encima de mi cama. Recuerdo haber llorado en su frente fría y haber sentido aún su aliento en mí. Habíamos dormido tantas veces de la mano que me parecía imposible no oírlo. Éramos padre hija, y yo su primera hija, su más allegada. En mí siempre confió como un niño , a veces me pedía incluso le ayudara a sobrellevar la incomprensión, el silencio. El paso del tiempo, la fuga del amor.

 A unos la muerte les sorprende viviendo, a él le sorprendió soñando. Soñar es mejor que vivir. Él prefería no saber cuándo se iría, amaba la vida. Amaba el vino, las cosas fuertes, la risa, la soledad, el erotismo, el lenguaje. Por eso agradezco que se fuera de ese modo. Viví su funeral como algo que me llevaba a mí también a su lado, para siempre. Ahora yo también soy hija de la muerte, porque es él. Llevo la muerte desde entonces en mi vida cotidiana como un equipaje nuevo. Incluso a veces me apetece recordar su rostro quieto, exhalaba una luz inhabitual, era su piel blanca una pátina hermosa. Me nublaba la imaginación el amor que le profesaba. Quiero conservar ese recuerdo. Nos mezclamos aleatoriamente con cosas que deseamos, ¿ y por qué no con la muerte? Yo confieso que me he dejado llevar por la muerte, que he revivido su olor, ese olor a velas, a flores, a aquello que perfuma las estancias fúnebres. Ese olor te persigue en cualquier circunstancia semejante y la revives de forma rotunda.  Lo malo de la muerte es que lo enmaraña todo. Hace confundir sentimientos de tristeza, con la pureza del amor, sin ella. Adultera su alrededor.