
"No hay viento más salado que el del Atlántico. Inflaba la vela, golpeaba el foque y las sienes,
hacía entrecerrar los ojos y dejaba en los labios un acre sabor de yodo. Él había ido a buscarla a
la estación y habían embarcado en su velero tipo cáscara de nuez, ancho, cómodo y sonoro bajo
las ráfagas de viento, como un violoncelo de caoba bañado por el sol declinante de la tarde. Las
olas nacaradas bajo los rayos anaranjados, la espuma que rociaba de polvo plateado y los reflejos
metálicos del cielo daban al agua un aspecto sólido.
Excesivo y lleno de rechazos, fogoso y austero como su océano. Ella había aprendido a aceptarlo
sin palabras, solo mediante una tímida y encantada tensión de los ojos y los pómulos. El viento
seguía desorientándola y puso pie en el pontón con esa expresión extraviada de los navegantes
que los de tierra adentro toman por esnobismo cuando no es más que el aturdimiento natural de
un pájaro de las viñas perdido entre las gaviotas, embriagado de oxígeno y de luz.
Las margaritas que crecían entre la hierba y los geranios en sus ánforas estallaban sobre ese
fondo gris y azul pálido, mientras un cielo inmenso, de tonos escarlata, cortaba la insipidez de la
tierra y el mar. Había empezado la puesta de sol y pronto sus brasas iban a hacer invisibles a los
hombres, las casas y las plantas. No había nada, se estaba solo en una película que flotaba en el
cielo naranja, granate, añil. Esta isla no era más que un pretexto para vivir en el cielo."
Julia Kristeva, "los samurais"
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