lunes, 23 de junio de 2008

Tardes en las ramas


"Vendrá la muerte y tendrá tus ojos."


Esperanzas cedidas: aquel era el paisaje. Hoy me acuerdo de ti, abuelo, porque nunca te llamé así, porque tú cediste toda ambición por amor. Y porque estuviste a punto de rendirte y no caiste al abismo por coraje, porque renunciaste a ti.

Tú eras el niño-hombre que subía la cuesta de gomérez a zancadas, para llevarle a tu madre los mandaos a esa casa fría como el témpano. La gata oronda sentada en la mesa camilla, y mamaíto bordando mantones de manila día tras día, mientras tú mirabas el sol pasar por encima de tu hombro sin darte cuenta. Poco a poco te convertiste en un galán sin dote, en una sombra alargada que veían las mocicas pasar y murmuraban con malicia. Tenías un rostro gitano y eras guapo a rabiar, pero no te dolía la cara, ni sabías por qué tus enormes ojos negros desafiaban a lo johnny farrel en gilda. Pero eras así. Observador, cauto, sensible a las miserias ajenas, noble, humilde, invisible en la ciudad.

Hasta que conociste el amor a los veintimuchos años y casaste a la todavía niña en un abrir y cerrar de ojos. Aquella niña que llegó a ti y te hizo callar para siempre, todavía dormido en su perfil altivo que tanto me recuerda a la silvana mangano de arroz amargo. Su nombre y el nuestro persigue nuestra memoria de familia venida a menos. Te trabaste en ser un hombre de negocios, cuando tu sonrisa aún delataba que eras un ingenuo incurable. Te sacaron hasta los ojos, y ya nadie pudo sacar de ti ese aura de amargura que rondaba tu bendita cabeza.

Te presentaron como un ogro infeliz al que no había que hacer mucho caso. Pues de joven- decían- eras de echarse a temblar y no tenías pelos en la lengua. Odiabas lo que te parecía, como por ejemplo hablar por teléfono, la baja condición por votu propio, o que jugásemos cerca tuya sin parar. Siempre odiaste la diplomacia, los protocolos, la hipocresía del dinero que te arruinó, te hizo polvo. Así eras tú. En esas tardes de fútbol en que no consentía moverme yo misma, porque adoraba ver esa pasión en tu rostro mientras escuchabas a jose maría garcía. Yo era la que siempre estaba detrás, espectante, y me tragaba todas las ligas habidas y por haber fingiendo tu misma vehemencia. Pero en realidad, lo que yo ansiaba era que no te quedases solo y que sintieses mi compañía en alguna forma, porque nunca objetabas nada a que estuviese ahí, pero comentabas las jugadas parco en palabras, como habías de ser.
Yo gozaba de privilegios- a mi entender- incomparables a los del resto, como adivinar ese rictus afectuoso de tus labios al pedirme que te trajera una cerveza. O esa contracción tímida y arisca de tu frente al darte un beso. Era tu manera de dar las gracias y sabía que aquello te hacía feliz: después, como casi todas las cosas.

Por eso te esperaba los domingos en casa con el jardín regado y los gorriones que tanto te gustaban armando jaleo por la siempreviva. Descubría que los pájaros eran tu mayor ilusión y aquellas siestas debajo del cielo a tu lado, espiando tu respiración de viejo vencedor del tiempo. Eras el centro de mi infancia, y tú sabías todo eso porque me defendiste en viejas discusiones prosaicas, acerca de mi cuestionado carácter. Decías que me dejaran en paz, porque era así como querías que fuera, indomable, como tú mismo. No te importó nada, cuando la vida se empeñó en sacarte de las entrañas desazón, reprimiste toda tu cólera de antaño. Enmudeciste de principio a fin a desprecio e ingratitud. Te olvidaron en tu sillón devorado por una tristeza paciente, consumido por una carcoma veloz. Te abrasaste en el fuego de tu verdad, de tu honesta verdad irrefutable, hasta la muerte. Y así tus viajes por todo el mundo en el ecuador de tu vida, dieron paso a una estanqueidad pasmosa y admirable. Quienes te amábamos nunca supimos sacarte de allí, ni cuánto debíamos quererte. No fuimos conscientes de que te ibas, a marchas forzadas, en tu elegante devenir, con tu grave fortaleza y tu silueta hostil.

Pensábamos que eras eterno como el crujir de la ventana donde se acodaba la luz tras los visillos del salón. Como tu inocentes recados antes de dejarnos sin nada que hacer, helados los brazos, sordas las pupilas, contradictorios los sentidos, por no poder retenerte. Como reloj de cuco, que cantaba lejanas horas de niñez...

Si alguna vez cumplimos un sueño, si compramos ese barco, si... tendrá tu nombre, Miguel.

Y ahora, que es verano, recuerdo las vacaciones más felices que he pasado. En aquella casa en el campo que alquilamos, y nunca tuviste, donde en las noches se oían grillos reir y llorar, y a ti reñir sin cesar en el pasillo, por esa virtud pagana que todos te negaron: el orgullo. Ahora sé que tu dignidad quedó a salvo, y que lo que quisiste hacernos ver iba dentro del corazón, más allá, en la estrella en la que te encelaste, dormido como un pájaro sobre la rama. Y que dejaste todo dicho sin replicar a nadie. Y que todo gira en torno a ese planeta de silencios, de silencios de Amor.
Creimos que eras eterno, pero aún pienso que volverás, andando por el horizonte de la ciudad de la que nunca te fuiste.

3 comentarios:

Clarice Baricco dijo...

Hermosa carta y ahora entiendo la razòn futbolera.


Abrazos linda.

sb dijo...

de alguna forma si es eterno, por sus actos y tus palabras tiempo después.. en eso, quizás, consista la inmortalidad.

Caminante (El chico que camina) dijo...

Que hermoso es conservar esos recuerdos...